La misión social y humanizadora de toda universidad católica es contribuir al verdadero desarrollo y a la paz, porque lleva en su esencia una vocación de servir a la humanidad, centrando su atención y su preocupación en la persona humana. La Universidad, que nació en la época medieval con el impulso de la Iglesia Católica, necesita, hoy en día, replantearse su papel y su función ante la difusión, cada vez más vasta y articulada, de los campos de investigación. Es preciso hacer frente a las exigencias y a los riesgos de un saber cada vez más especializado y fragmentado, a las complejas aplicaciones de tecnologías y a las nuevas cuestiones que pone en juego la concepción misma de la vida y aun la vida misma.

La sociedad reclama de la Universidad no sólo especialistas doctos en sus campos específicos del saber, de la cultura, de la ciencia y de la técnica; sino, sobre todo, edificadores de humanidad, servidores de la comunidad, promotores de la justicia, porque están orientados a la verdad y viven de ella. La causa del hombre será realmente atendida si la ciencia se une y vincula a la conciencia; el hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva el sentido de trascendencia de la persona humana sobre el mundo y de Dios sobre él mismo.

La Iglesia y la Universidad no pueden ser indiferentes a todo aquello que hace latir el corazón del ser humano, es decir, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable sed del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. Iglesia y Universidad no pueden, por ello, sentirse ni ser extrañas, sino vecinas y aliadas. Es el mensaje de las enseñanzas constantes de San Juan Pablo II, muy principalmente en su Carta Encíclica Fides et Ratio, donde muestra cómo fe y razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.

El joven que ingresa a la Universidad ha de encontrar, no sólo el ámbito donde capacitarse, formarse o habilitarse, para ejercer una determinada profesión; sino, también, el lugar donde, al menos, pueda asomarse a la verdad plena sobre el mundo, el hombre y su destino. Esto no es un sueño ni un ideal. Es un imperativo moral, un deber sagrado: que el genio intelectual y espiritual del ser humano pueda afrontar una nueva movilización de talentos y energías, desarrollando todos los recursos técnicos y culturales a su alcance.

Mons. Miguel Ángel Morán Aquino